Cuentan que una vez hubo, una ninfa, piéride de canto unívoco y multivario. Con sus versos Zeus engañaba a su esposa, a su fidelísima Hera, de la siguiente manera:
El Divino gustaba de yacer encima de las risueñas ninfas y, en su alegría y jolgorio, mandaba a una de ellas, a la parlanchina Eco, a distraer a su cónyuge. Con estas que un fatídico día Hera se percata de los negocios de su marido. Buscó a la ninfa culpable de que las aventuras del dios tonante no hubieran llegado a sus oídos antes y le dijo con sonoras palabras...
-Ah, tú, mala voz que me contuvo. Te haré pagar (una por una, tenlo por seguro) todas las infidelidades con las que mi marido me adornó con tus malditas hermanas; y como la causante del engaño ha sido tu cautivadora voz, que me engatusaba con dulces milongas, te la quitaré: a partir de ahora, por más que quieras hablar, sólo serás capaz de repetir las últimas palabras del que a ti se dirija, quedando desde este preciso instante incapacitada en todo para volver a realizar tus engañosas diatribas.
-... engañosas diatriiiibas, …triiiibas- contestó la sorprendida Eco.
Así, de esta manera, fue condenada la que tanto hablaba, a precisamente no hablar. Sin poder expresar todo lo que por su cabecita rondaba, anduvo sin rumbo por las riberas de los ríos y por los tupidos bosques.
Ahora bien, por aquellos días existía un joven, hijo de la ninfa Liríope y del río Cefino, que era tan bello que las flores se escondían ante su paso con púdico rubor. Su madre había sido advertida por el adivino Tiresias de que la perdición de su hermoso retoño le sobrevendría el día en que el sin par muchacho contemplara reflejada su belleza. De esta manera creció, y cada año que pasaba se hacía más evidente su perfecta armonía. Pero a la vez que sus compensados miembros se desarrollaban en rectas líneas, a la vez que su rostro adquiría la tersa blancura de un dios y a la vez que todo su cuerpo alcanzaba una ingrávida simetría, se hacía más evidente el desdeño que sentía hacia cualquier muchacha, por perfecta que esta fuera.
Solía pasear ensimismado en sus cosas entre la arbusta maleza, ajeno al resto del mundo. En éstas que un buen día Eco, que vagaba por allí, lo contempló. No cabía en sí de gozo y amor, y un torrente de fuego hizo que su cuerpo se consumiera de vana esperanza. Lo anduvo siguiendo por la vereda y cuanto más lo contemplaba más candente se mostraba su corazón. Anhelaba poder pararlo y expresarle, con su antaño lisonjera voz, todo el ardoroso deseo que por él tenía. Mas se sentía morir: era incapaz de articular ni la más mísera de las embaucadoras frases que corrían por su mente. Entonces, y por pura casualidad, Narciso dijo:
-Ea, me perdí, quizá tiraré por aquí.
-Por aquiii ...Aquiii- susurró una voz.
-¿¡Quién va!? ¿Algún sátiro del bosque, acaso, me quiere perder cuando próximo está el ocaso?
-... está el ocaaaaso...Acaaaaso?- le pareció oír.
-Déjate de tonterías, raudo a casa he de partir, pues al atardecer querría junto a mi madre dormir.
-... mi madre! Dormiiiir... dormiiiir- escuchó.
-Sal ahora, cara dura, que mis ojos contemplen tan insidiosa criatura.
-…diooosa, criatuuura... tuuura- llegó a sus oídos.
Eco, que ya no aguantaba más, decidió salir y abalanzarse sobre sus brazos: demostrar que ni era sátiro de cara dura ni le quería mal alguno, sino, más bien, todo lo contrario. De esta manera sale de la maleza, con brazos extendidos y labios presurosos. Mas el esquivo joven la rechazó de malos modos para, al momento, reírse sin piedad de lo que a él le pareció una abominable impostura. Eco tapó su rostro con los ahora láguidos brazos y no dejó ver las lágrimas que como corriente de plata se deslizaban ya por su rostro. Enardecida por ellas, y por tal desplante, dirigió su frustrada voz hacia el guapo mancebo:
- ... ...
Esto, que en realidad quería decir que ojalá él, tan inmisericorde en el amor, muriera sintiendo el aguijón de un amor desesperado y sin frutos, como es obvio, no lo pudo expresar debido al castigo de Hera, pero le llenó la mente de tal manera que a oídos de la terrible Némesis, diosa de la justicia, llegó. Al punto la divinidad urdió el castigo para el inconsistente muchacho, y tal destino se produjo de la siguiente manera:
A Narciso, regresando risueño al hogar por la vereda de un río, se le cayó un precioso objeto en la corriente. Cuando se acercó a la ribera para recuperarlo vió el reflejo de su rostro que las cristalinas aguas le devolvían. No pudo por más que contemplar extasiado aquella bellísima imagen. Ensimismado pasó horas y horas mirándose y, para desgracia suya, amándose con arrebatadores sentimientos. No quiso irse de allí, no quiso separarse del objeto de su amor. Unos dicen que, desesperado, se lanzó al río para poseer aquel vano reflejo, otros que prosiguió su contemplación durante muchos días, hasta que, presa de inanición, murió. El caso es que existen unas plantas ribereñas, condenadas a permanecer erguidas y bellas junto a las aguas de los ríos. Su nombre, como todos sabéis, es el de narcisos.
Mientras, la apenada Eco ya no paseaba por los bosques y las profundas cuevas, sino que, eligiendo una de estas, se refugió esperando la muerte. Desde allí seguía repitiendo las últimas palabras de cualquier frase que a sus oídos llegaba. Pasó el tiempo y se consumió. Ya sólo quedan de ella tristes huesos, pero sigue hoy en día, con encomiable esfuerzo, repitiendo, palabra por palabra, las terminaciones de todos los gritos que a ella llegan.
El Divino gustaba de yacer encima de las risueñas ninfas y, en su alegría y jolgorio, mandaba a una de ellas, a la parlanchina Eco, a distraer a su cónyuge. Con estas que un fatídico día Hera se percata de los negocios de su marido. Buscó a la ninfa culpable de que las aventuras del dios tonante no hubieran llegado a sus oídos antes y le dijo con sonoras palabras...
-Ah, tú, mala voz que me contuvo. Te haré pagar (una por una, tenlo por seguro) todas las infidelidades con las que mi marido me adornó con tus malditas hermanas; y como la causante del engaño ha sido tu cautivadora voz, que me engatusaba con dulces milongas, te la quitaré: a partir de ahora, por más que quieras hablar, sólo serás capaz de repetir las últimas palabras del que a ti se dirija, quedando desde este preciso instante incapacitada en todo para volver a realizar tus engañosas diatribas.
-... engañosas diatriiiibas, …triiiibas- contestó la sorprendida Eco.
Así, de esta manera, fue condenada la que tanto hablaba, a precisamente no hablar. Sin poder expresar todo lo que por su cabecita rondaba, anduvo sin rumbo por las riberas de los ríos y por los tupidos bosques.
Ahora bien, por aquellos días existía un joven, hijo de la ninfa Liríope y del río Cefino, que era tan bello que las flores se escondían ante su paso con púdico rubor. Su madre había sido advertida por el adivino Tiresias de que la perdición de su hermoso retoño le sobrevendría el día en que el sin par muchacho contemplara reflejada su belleza. De esta manera creció, y cada año que pasaba se hacía más evidente su perfecta armonía. Pero a la vez que sus compensados miembros se desarrollaban en rectas líneas, a la vez que su rostro adquiría la tersa blancura de un dios y a la vez que todo su cuerpo alcanzaba una ingrávida simetría, se hacía más evidente el desdeño que sentía hacia cualquier muchacha, por perfecta que esta fuera.
Solía pasear ensimismado en sus cosas entre la arbusta maleza, ajeno al resto del mundo. En éstas que un buen día Eco, que vagaba por allí, lo contempló. No cabía en sí de gozo y amor, y un torrente de fuego hizo que su cuerpo se consumiera de vana esperanza. Lo anduvo siguiendo por la vereda y cuanto más lo contemplaba más candente se mostraba su corazón. Anhelaba poder pararlo y expresarle, con su antaño lisonjera voz, todo el ardoroso deseo que por él tenía. Mas se sentía morir: era incapaz de articular ni la más mísera de las embaucadoras frases que corrían por su mente. Entonces, y por pura casualidad, Narciso dijo:
-Ea, me perdí, quizá tiraré por aquí.
-Por aquiii ...Aquiii- susurró una voz.
-¿¡Quién va!? ¿Algún sátiro del bosque, acaso, me quiere perder cuando próximo está el ocaso?
-... está el ocaaaaso...Acaaaaso?- le pareció oír.
-Déjate de tonterías, raudo a casa he de partir, pues al atardecer querría junto a mi madre dormir.
-... mi madre! Dormiiiir... dormiiiir- escuchó.
-Sal ahora, cara dura, que mis ojos contemplen tan insidiosa criatura.
-…diooosa, criatuuura... tuuura- llegó a sus oídos.
Eco, que ya no aguantaba más, decidió salir y abalanzarse sobre sus brazos: demostrar que ni era sátiro de cara dura ni le quería mal alguno, sino, más bien, todo lo contrario. De esta manera sale de la maleza, con brazos extendidos y labios presurosos. Mas el esquivo joven la rechazó de malos modos para, al momento, reírse sin piedad de lo que a él le pareció una abominable impostura. Eco tapó su rostro con los ahora láguidos brazos y no dejó ver las lágrimas que como corriente de plata se deslizaban ya por su rostro. Enardecida por ellas, y por tal desplante, dirigió su frustrada voz hacia el guapo mancebo:
- ... ...
Esto, que en realidad quería decir que ojalá él, tan inmisericorde en el amor, muriera sintiendo el aguijón de un amor desesperado y sin frutos, como es obvio, no lo pudo expresar debido al castigo de Hera, pero le llenó la mente de tal manera que a oídos de la terrible Némesis, diosa de la justicia, llegó. Al punto la divinidad urdió el castigo para el inconsistente muchacho, y tal destino se produjo de la siguiente manera:
A Narciso, regresando risueño al hogar por la vereda de un río, se le cayó un precioso objeto en la corriente. Cuando se acercó a la ribera para recuperarlo vió el reflejo de su rostro que las cristalinas aguas le devolvían. No pudo por más que contemplar extasiado aquella bellísima imagen. Ensimismado pasó horas y horas mirándose y, para desgracia suya, amándose con arrebatadores sentimientos. No quiso irse de allí, no quiso separarse del objeto de su amor. Unos dicen que, desesperado, se lanzó al río para poseer aquel vano reflejo, otros que prosiguió su contemplación durante muchos días, hasta que, presa de inanición, murió. El caso es que existen unas plantas ribereñas, condenadas a permanecer erguidas y bellas junto a las aguas de los ríos. Su nombre, como todos sabéis, es el de narcisos.
Mientras, la apenada Eco ya no paseaba por los bosques y las profundas cuevas, sino que, eligiendo una de estas, se refugió esperando la muerte. Desde allí seguía repitiendo las últimas palabras de cualquier frase que a sus oídos llegaba. Pasó el tiempo y se consumió. Ya sólo quedan de ella tristes huesos, pero sigue hoy en día, con encomiable esfuerzo, repitiendo, palabra por palabra, las terminaciones de todos los gritos que a ella llegan.
1 comentario:
Entre para putear y decirte que actulices, pero me cagaste. Para colmo con un excelente post!
ese cuadro de de uno de mis pintores favoritos, John W. Waterhouse.
Publicar un comentario