La virginal Atenea recibió en muchas ocasiones propuestas matrimoniales, pero siempre se mantuvo fiel a su idea inicial de ser virgen por vocación. Al fin y al cabo, esa era la petición más importante de su vida y estaba claro que no lo había hecho por capricho, sino porque comprendía que su nacimiento marcaba su destino, separada absolutamente del sexo que ni siquiera había existido en su concepción.
Pero hay un episodio que viene a abonar su decisión mejor que cualquier otro tipo de consideración. Se trata de aquel momento en el que Atenea debe buscar armas para intervenir en Troya. Zeus ha declarado solemnemente que no va a tomar partido por ninguno de los dos bandos. Palas Atenea no quiere dejar de respetar la sagrada voluntad paterna y se dirige al dios de la fragua, a Hefesto, para que él sea el forjador de su arsenal. Hefesto acepta el encargo y se pone a trabajar, enamorado de la bella y decidida diosa. A pesar de su fealdad, Hefesto ha sido el marido de la bella entre las bellas, de Afrodita (aunque su matrimonio no haya resultado tan satisfactorio y noble como debía de haber sido), y la presencia de Atenea le hace pensar de nuevo en la posible felicidad de estar con una mujer tan maravillosa como aquella que tiene ante sí. Al hablar del precio a pagar por el trabajo, Hefesto indica que le basta el amor de Atenea: ella no puede comprender que sea mucho más que un cumplido lo que tan seriamente ha dicho el herrero de los dioses, pero para Hefesto sí que significa todo la palabra dicha.
Enamorado visiblemente Hefesto, faltó poco para que Poseidón, al que tan poco estimaba Atenea (si tenemos en cuenta esa leyenda de la hija de Poseidón, que busca la adopción en su tío Zeus), fuera con el cuento de que la seria Atenea quería, en realidad, provocar una violenta pasión en el armero, que todo lo que buscaba, con la excusa de las armas y en combinación con Zeus, era el momento de ser poseída brutalmente por un dios como él. Al oirla entrar en la forja, y sin dudarlo un momento, Hefesto se lanzó sobre la virgen, creyendo que estaba cumpliendo con el capricho de Palas, pero la situación quedó congelada cuando la diosa reaccionó sorprendida e indignada ante tal ataque.
Hefesto, que ya no entendía nada más que las pulsiones sexuales, eyaculó contra el muslo de su amada. Ya se había acabado la penosa aventura de la que los dos eran víctimas inconscientes de la perversidad de Poseidón. La asqueada Atenea se limpió el muslo con unos vellones de lana que acertó a encontrar en la forja. Después, contrariada por la desagradable experiencia, arrojó el pingo al suelo, pensando que así daba por zanjado el incidente, y no llegó a pensar en lo que iba a suceder inmediatamente con ese pingo empapado con la esperma del avergonzado Hefesto.
Pero ahí no acaba la historia del frustrado amor de Hefesto, ya que Gea, la Tierra, recibió el esperma y quedó automáticamente preñada, aun a su pesar, por esas cosas del destino. Tampoco Gea estaba dispuesta a cargar con ese producto de la broma de indudable mal gusto de Poseidón, y dejó claro que no iba a aceptar el hijo resultante de la estupidez de los demás. Atenea, sintiéndose parte responsable del incidente, tomó la decisión de hacerse cargo de la criatura tan pronto fuera parido por Gea.
Cosa que hizo, y el hijo, Erictonio, guardado de la vista de todos, sobre todo para eliminar la posibilidad de que el poco querido Poseidón siguiera con la broma, fue sacado del Olimpo y llevado a la corte del rey Cécrope, para más tarde llegar también al trono de Atenas, como sucesor de su padre adoptivo, quien además de cauto y prudente en su reinado, a medio camino entre dioses y héroes, fue célebre por ser administrador perfecto e innovador en las leyes de la religión y de la política.
Pero hay un episodio que viene a abonar su decisión mejor que cualquier otro tipo de consideración. Se trata de aquel momento en el que Atenea debe buscar armas para intervenir en Troya. Zeus ha declarado solemnemente que no va a tomar partido por ninguno de los dos bandos. Palas Atenea no quiere dejar de respetar la sagrada voluntad paterna y se dirige al dios de la fragua, a Hefesto, para que él sea el forjador de su arsenal. Hefesto acepta el encargo y se pone a trabajar, enamorado de la bella y decidida diosa. A pesar de su fealdad, Hefesto ha sido el marido de la bella entre las bellas, de Afrodita (aunque su matrimonio no haya resultado tan satisfactorio y noble como debía de haber sido), y la presencia de Atenea le hace pensar de nuevo en la posible felicidad de estar con una mujer tan maravillosa como aquella que tiene ante sí. Al hablar del precio a pagar por el trabajo, Hefesto indica que le basta el amor de Atenea: ella no puede comprender que sea mucho más que un cumplido lo que tan seriamente ha dicho el herrero de los dioses, pero para Hefesto sí que significa todo la palabra dicha.
Enamorado visiblemente Hefesto, faltó poco para que Poseidón, al que tan poco estimaba Atenea (si tenemos en cuenta esa leyenda de la hija de Poseidón, que busca la adopción en su tío Zeus), fuera con el cuento de que la seria Atenea quería, en realidad, provocar una violenta pasión en el armero, que todo lo que buscaba, con la excusa de las armas y en combinación con Zeus, era el momento de ser poseída brutalmente por un dios como él. Al oirla entrar en la forja, y sin dudarlo un momento, Hefesto se lanzó sobre la virgen, creyendo que estaba cumpliendo con el capricho de Palas, pero la situación quedó congelada cuando la diosa reaccionó sorprendida e indignada ante tal ataque.
Hefesto, que ya no entendía nada más que las pulsiones sexuales, eyaculó contra el muslo de su amada. Ya se había acabado la penosa aventura de la que los dos eran víctimas inconscientes de la perversidad de Poseidón. La asqueada Atenea se limpió el muslo con unos vellones de lana que acertó a encontrar en la forja. Después, contrariada por la desagradable experiencia, arrojó el pingo al suelo, pensando que así daba por zanjado el incidente, y no llegó a pensar en lo que iba a suceder inmediatamente con ese pingo empapado con la esperma del avergonzado Hefesto.
Pero ahí no acaba la historia del frustrado amor de Hefesto, ya que Gea, la Tierra, recibió el esperma y quedó automáticamente preñada, aun a su pesar, por esas cosas del destino. Tampoco Gea estaba dispuesta a cargar con ese producto de la broma de indudable mal gusto de Poseidón, y dejó claro que no iba a aceptar el hijo resultante de la estupidez de los demás. Atenea, sintiéndose parte responsable del incidente, tomó la decisión de hacerse cargo de la criatura tan pronto fuera parido por Gea.
Cosa que hizo, y el hijo, Erictonio, guardado de la vista de todos, sobre todo para eliminar la posibilidad de que el poco querido Poseidón siguiera con la broma, fue sacado del Olimpo y llevado a la corte del rey Cécrope, para más tarde llegar también al trono de Atenas, como sucesor de su padre adoptivo, quien además de cauto y prudente en su reinado, a medio camino entre dioses y héroes, fue célebre por ser administrador perfecto e innovador en las leyes de la religión y de la política.
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